#LaLecturaDelDomingo de Pascua propone un recorrido por los sentidos de la vieja fiesta planteados desde Argentina y en una perspectiva de construcción política. Queremos que este texto sea también una invitación a leer uno de los mensajes de Francisco en esta Semana Santa. Como cada cosa que dice desde Roma, puede ser leída como una reflexión sobre la realidad argenta proyectada como mensaje universal.
1 – Para vencer a la muerte
La pasión es figura de la secuencia en que un proyecto, una historia, una vida o un colectivo se encuentra con sus días santos: su tiempo decisivo, su batalla central, aquello que le concierne.
Llegados al punto máximo de las apuestas, jugarse por lo que se cree y trascender, aunque esto últmo no esté, por definición, garantizado. Quien quiere tranformar y ser, tiene el desafío de morir. Y morir del todo. Sin resto. No se trata de compartir el sufrimiento y asumir lo real pero guardarse un poco, o de suponer que algo no matable quedará preservado. Lo que pasa del otro lado de la muerte, pasa cien por ciento por la muerte. No la esquiva: la vence.
Desde cierta mirada, más cercana al mito que a la fe –incluido el mito de la razón- una idea análoga a la de progreso por un lado, y heredera de mitos de contuidad por el otro, temen a esta disolución total que la cruz propone (el mismo mesías pregunta por qué ha sido abandonado, al tiempo que en esa pregunta sabe que todo está cumplido). Llega hasta el final. No alcanzando esto, la tradición dice “descendió a los infiernos”. La fuerza del que tiene que trasnformar la historia tiene que abandonarse hasta el fondo, hasta el final, y dos veces. Pasar por la cruz, llegar al mismo infierno a levantar a los caidos.
Si se amaga a ir un poco menos, la resurrección no sucede, o vale menos la pena. Las pasiones, de las buenas, tocan la muerte, la atraviesan y la vencen. Vale para la vida, vale para la historia, vale para la política.
2- La derrota, la cruz, el cristo
La cruz y el cristo van juntos.
La cruz es el jugarse todo, tomar todo el sufrimiento del pueblo: el más terrible, el más abyecto.
El cristo es el ungido: el que está llamado a levantar e iluminar la vida del pueblo y de todos los pueblos, de cada uno y de cada una. De todes.
Prince canta The Cross, y dice “the Christ”.
El arte sabe. Los negros, más.
3- La vieja fiesta de primavera y el plus de victoria
Santificar las fiestas, tener días santos. No queda demasiado de esto en la cultura moderna. Sin embargo, las viejas fiestas subsisten como pueden. Más feriadas que sagradas. En ellas, todavía algunos leen los viejos textos. Pasa que las liturgias están empobrecidas porque ya no hay quien lea los textos con la fuerza que tenían. Pero los textos tienen sus fuerza propia: todavía están. Metida en el corazón de occidente, la Pascua es posibilidad de recuerdo y exigencia de decisión. Decisión de recordar. Recuerdo de decisiones. En la idea de una pascua, de una pasión, en “la más bella historia jamás contada” como dice Marguerite Yourcenar, cada quien y cada cual, todos los pueblos y los caídos de ayer y de hoy, ven recogidos su dolores y sus luchas, sus victorias, alegrías y fiestas, en una realidad que lo ilumina todo. Todavía podemos oír el eco poético de esa fuerza, la fuerza de esa relectura cuando alguien canta “cristo de las redes, no nos abandones” –habla de pascua la oración del remanso- o “no puedo cantar ni quiero a ese Jesús del madero sino al que anduvo en la mar”. En la vieja historia, los poetas y los trovadores, los que tocan y nombran el alma de pueblo, reconocen lo que hay ahí: un plus de vida que tiene una potencia de victoria. Volver a cantar en las fiestas es fundamental para que la fuerza de la decisiones que recordamos se haga nueva, se actualice. Que resucite la fuerza.
Plus de victoria, desde el fondo de las cosas, porque es fiesta cósmica antes que religiosa. Pascua es una fiesta de primavera: fiesta de la vida que renace a pesar de todo, más allá del invierno que se acercó, llegó y mató. Los pájaros ponen huevos, los conejos se reproducen como tales, y por eso son sus símbolos, un poco perdidos, bañados en chocolate. Pero Pascua es una fiesta del grano de trigo que se hunde en invierno y en primavera despunta de nuevo.
Primavera, Prim-temps: primer tiempo de nuevo, jugar otra vez. Poder florecer, florecer de un poder vital. Personal y popular, también. Colectivo.
Desde el hemisferio sur, las viejas fiestas están puestas al revés. Pascua en otoño. El cosmos está un poco corrido para los que tenemos ese karma. Es como tener un Papa que vino desde el fin del mundo. Todo está dado vuelta: entonces, no sólo hay que festejar según llega el calendario y el protocolo. Hay que cantar pero planteándole a todo lo instituido, incluso a lo mejor: dado vuelta estás vos.
Redoblar la apuesta es el karma del vivir al sur.
4- Todas las pasiones de la periferia del mundo. Sur global, karma de dolores y lucha.
Al altar de los recuerdos y la relectura, el Papa –un papa argentino– propone llevar lo que siempre estuvo ahí: las historias de pasiones del borde, de afuera. Las luchas tremendas de los que no figuran en los mapas. Los que cruzan el Mediterráneo, los que luchan en Palestina, los que atraviesan Centroamérica y México en dirección a los muros, el África lastimada y esquilmada, las multitudes de Asia con una fuerza histórica que occidente teme y desconoce, o no dimensiona. Las pasiones también de los que duermen en la calle, de los viejos a los que no les alcanza para los remedios, de los que meten en cana, de lo que no llegan a fin de mes, de los que pierden el trabajo o los que no duermen acosados por el fantasma de perderlo.
Nos faltan buenas narrativas para poner esas historias a ser celebradas, encendidas, contadas. Para elevarlas al cielo, para meterlas al corazón, para hacerlas colectivos y para transformarlas en relato que alimente y sostenga la acción.
El cristianismo es un mesianismo: un modo de entender y leer las historias que las conjuga como historias de pasión, muerte y resurrección.
Administrando el aparato central -el mas anquilosado, pero también el más persistente- en este tiempo bravo del mundo, en este espacio sin salida, hay un argentino. No es ni el mejor ni el peor. Viene de una experiencia eclesial y política de la periferia, y la lleva hasta Roma. Es un Papa peronista, dicen algunos. Parece un chiste. No hace falta que tenga carnet de afiliado, basta que venga de estas lejanas pampas para que sea así: viene de donde una experiencia histórica dijo, con todas las letras: el pueblo cuenta, sin el pueblo no.
De un pueblo que sabe lo que significa volver de la muerte.
Es un momento, una mediación de universalización de un modo de entender y de vivir.
Nuestra historia era y es, también, una experiencia de redención, de primavera popular, de movilización, de pasión, muerte y resurrección.
Decimos peronismo para nombrar, sesgada pero concretamente, la experiencia central del pueblo en los tiempos recientes, decisiva en la historia del país.
Reencontrar la relación entre cada historia popular y el mesianismo que cuenta resurrecciones es una tarea de poetas, profetas y políticos: la posibilidad de tener unas liturgias que conectan historias con vidas y vidas con acción.
Religión es religar, pero también es re-legere: releer.
Hoy, que el capitalismo se muestra como la religión feroz que siempre fue, desde la política es momento de reencontrar la fuerza subversiva de la religión y sus historias potentes.
(Pasiones argentinas. 1852, 1955, 1976, 1982, 2001,2015. Pero también 1810, 1945, 1973, 1983, 2003. Años que jalonan entradas triunfales del pueblo y derrotas sangrientas o fatales. Las fiestas recuerdan batallas pasadas y renuevan su sentido. Releer los años es una tarea del presente).
5- De eso se trata
De releer para religar. De contar las luchas para resucitar.
Lo que de la derrota se enciende.
Lo que del infierno vuelve.
Lo que no esquiva la muerte ni la muerte perdona.
Lo que volviendo no es mero regreso sino otra presencia.
La presencia siempre venidera,
la que transforma el vino de las bodas,
la que en el pan compartido, pan compañero -valga la redundancia- sostiene en partición y memoria
y toma de partido y recuerdo subversivo
inquietante y encaminador.
Recuerdo, relectura de la historia que, entre gente que camina desalentada, “hace arder los corazones” y entender que se puede seguir luchando.
6- Traiciones
La pasión, la paciencia y el padecimiento son la misma palabra, y quizás la misma cosa. Del mismo modo que la tradición, la traducción y la traición están íntimamente conectadas.
Una transformación de la historia verdaderamente redentora no se realiza si no se deja tocar por la traición: si no se expone al crudo real de las construcciones colectivas. Entre santos puros no pasa nada. Hace falta de todo, hasta traidores.
Tampoco alcanza un solo proyecto, unificado, definitivo, un cantito que siempre se repite. Jesús de Nazaret tuvo por lo menos tres proyectos. Uno, del otro lado del Jordán, con el bautista: los pecadores debian empezar de nuevo, purificarse, hacer penitencia: unos pocos, puros, renovarían todo. No le alcanzó. Vio al dios de la fiesta, lo llamó Padre, sintió una fuerza de misericodia que le llenó el alma y comprendió que era con todo el pueblo. Cruzó el Jordan, celebró las bodas con vino del bueno, se puso a curar enfermos y a milagrear con los más pobres de su tierra, por Galilea y Samaria, a conversar con extranjeros, y a sacar demonios que se habian metido en muchos. Tampoco alcanzó: había que ir hasta el Templo, ese que se había prestado al negocio de los sacrificios. Fue a la capital desde la que reinaba el Imperio. Decidió ir hasta ahi, conspiró, entró triunfalmente, lo mataron.
No fue un camino lineal, se hizo también con traiciones. Tres traiciones por lo menos hicieron falta para salvar al mundo. Primero, “traicionar” a Juan el bautista, dejarlo, ser capaz de tomar el propio rumbo dejando atrás lo que parecía la doctrina intocable, lo mejor qué podía hacerse. Dejar atrás al maestro y también al círculo de los puros. Traición de irse con los que parece que no son, con el pueblo común, con el pobrerío. Populismo. Después, la traición de Judas. Porque, hay que saberlo, sin Judas no hay redención. Scorcese ilustra esto en su versión de la Ultima Tentación de Cristo, donde Jesús le pide a Judas que por favor lo traicione, porque si él no se entrega hasta el final el mundo no se salva. También la traición del que debía conducir. Pedro, traiciona de lo lindo. No una: tres veces. Para conducir, para después declarar tres veces que se ama, hay qué ser capaces de traicionar también, pasar por ahí. Levantarse de la propia miseria para conducir sabiendo qué somos uno mas (el lema pontificio de Francisco: “Miserando atque eligendo”, lo miró con misericordia y lo eligió).
Ni siquiera esas tres traiciones alcanzan. Para que la fuerza de la juticia, la belleza y la vida lleguen a todos, hacía falta también la “traición” genial de Pablo. El pueblo elegido no era solo el del país: la cosa venia para todos y todas de verdad. No sólo para circuncisos, ni solo para los que hablan el mismo idioma. Para salvar a todo el pueblo, hay que salvar a todos los pueblos. Pablo dice que Jesús resucitó y ni se toma el trabajo de contar los hechos particulares ni la historia de Jesús. Lo que importa es qué hay resurrección, hay justicia, hay amor y todos somos pueblo destinado a eso, cada cual y como conjunto. Lo demás no importa nada. Sólo el amor.
Hacer algo con la tradición, con lo qué ya viene. Traicionar: redoblar la apuesta, con dolores y escarnio incluso. Y, en el camino, traducir la fuerza redentora cada vez para más gente.
Cuatro traiciones, por lo menos, para salvar el mundo.
Tampoco alcanza. Falta una: la nuestra.
7 – Resucitar es ir hacia las multitudes
La pregunta es ¿Cómo crear una mística que permita amplificar el misterio de redención de nuestro pueblo y ponerlo en clave política?
Todos consagramos la historia. Hay un colectivo que lo pone en clave sagrada, y para eso es necesario saber que el pueblo es sagrado. Tenemos que econtrarnos con aquello de nuestro pueblo que sabe vencer a la muerte. Después de la derrota, la tarea es caminar hombro con hombro con nuestra gente, volver a contarnos nuestra historia y compartir el pan. Ser compañeros y sentir el fuego que enciende, otra vez, las ganas de recomenzar.
La historia demanda acciones que rompan la inercia. Esas que desafían lo dado. Francisco propone en esta semana santa, y en todo su mensaje, un criterio fundamental. Para salvar al mundo, hay que ir hacia la multitud.
UNGIDOS PARA IR A LAS MULTITUDES
El Evangelio de Lucas que acabamos de escuchar nos hace revivir la emoción de aquel momento en el que el Señor hace suya la profecía de Isaías, leyéndola solemnemente en medio de su gente. La sinagoga de Nazaret estaba llena de parientes, vecinos, conocidos, amigos… y no tanto. Y todos tenían los ojos fijos en Él. La Iglesia siempre tiene los ojos fijos en Jesucristo, el Ungido a quien el Espíritu envía para ungir al Pueblo de Dios.
Los evangelios nos presentan a menudo esta imagen del Señor en medio de la multitud, rodeado y apretujado por la gente que le acerca sus enfermos, le ruega que expulse los malos espíritus, escucha sus enseñanzas y camina con Él. «Mis ovejas oyen mi voz. Yo las conozco y ellas me siguen» (Jn 10,27).
El Señor nunca perdió este contacto directo con la gente, siempre mantuvo la gracia de la cercanía, con el pueblo en su conjunto y con cada persona en medio de esas multitudes. Lo vemos en su vida pública, y fue así desde el comienzo: el resplandor del Niño atrajo mansamente a pastores, a reyes y a ancianos soñadores como Simeón y Ana. También fue así en la Cruz; su Corazón atrae a todos hacia sí (cf. Jn 12,32): Verónicas, cireneos, ladrones, centuriones…
No es despreciativo el término “multitud”. Quizás en el oído de alguno, multitud pueda sonar a masa anónima, indiferenciada… Pero en el Evangelio vemos que cuando interactúan con el Señor —que se mete en ellas como un pastor en su rebaño— las multitudes se transforman. En el interior de la gente se despierta el deseo de seguir a Jesús, brota la admiración, se cohesiona el discernimiento.
Quisiera reflexionar con ustedes acerca de estas tres gracias que caracterizan la relación entre Jesús y la multitud.
La gracia del seguimiento
Dice Lucas que las multitudes «lo buscaban» (Lc 4,42) y «lo seguían» (Lc 14,25), “lo apretujaban”, “lo rodeaban” (cf. Lc 8,42-45) y «se juntaban para escucharlo» (Lc 5,15). El seguimiento de la gente va más allá de todo cálculo, es un seguimiento incondicional, lleno de cariño. Contrasta con la mezquindad de los discípulos cuya actitud con la gente raya en crueldad cuando le sugieren al Señor que los despida, para que se busquen algo para comer. Aquí, creo yo, empezó el clericalismo: en este querer asegurarse la comida y la propia comodidad desentendiéndose de la gente. El Señor cortó en seco esta tentación. «¡Denles ustedes de comer!» (Mc 6,37), fue la respuesta de Jesús; «¡háganse cargo de la gente!».
La gracia de la admiración
La segunda gracia que recibe la multitud cuando sigue a Jesús es la de una admiración llena de alegría. La gente se maravillaba con Jesús (cf. Lc 11,14), con sus milagros, pero sobre todo con su misma Persona. A la gente le encantaba saludarlo por el camino, hacerse bendecir y bendecirlo, como aquella mujer que en medio de la multitud le bendijo a su Madre. Y el Señor, por su parte, se admiraba de la fe de la gente, se alegraba y no perdía oportunidad para hacerlo notar.
La gracia del discernimiento
La tercera gracia que recibe la gente es la del discernimiento. «La multitud se daba cuenta (a dónde se había ido Jesús) y lo seguía» (Lc 9,11). «Se admiraban de su doctrina, porque enseñaba con autoridad» (Mt 7,28-29; cf. Lc 5,26). Cristo, la Palabra de Dios hecha carne, suscita en la gente este carisma del discernimiento; no ciertamente un discernimiento de especialistas en cuestiones disputadas. Cuando los fariseos y los doctores de la ley discutían con Él, lo que discernía la gente era la autoridad de Jesús: la fuerza de su doctrina para entrar en los corazones y el hecho de que los malos espíritus le obedecieran; y que además, por un momento, dejara sin palabras a los que implementaban diálogos tramposos. La gente gozaba con esto. Sabía distinguir y gozaba.
Ahondemos un poco más en esta visión evangélica de la multitud. Lucas señala cuatro grandes grupos que son destinatarios preferenciales de la unción del Señor: los pobres, los prisioneros de guerra, los ciegos, los oprimidos. Los nombra en general, pero vemos después con alegría que, a lo largo de la vida del Señor, estos ungidos irán adquiriendo rostro y nombre propios. Así como la unción con el aceite se aplica en una parte y su acción benéfica se expande por todo el cuerpo, así el Señor, tomando la profecía de Isaías, nombra diversas “multitudes” a las que el Espíritu lo envía, siguiendo la dinámica de lo que podemos llamar una “preferencialidad inclusiva”: la gracia y el carisma que se da a una persona o a un grupo en particular redunda, como toda acción del Espíritu, en beneficio de todos.
Los pobres (ptochoi) son los que están doblados, como los mendigos que se inclinan para pedir. Pero también es pobre (ptochè) la viuda, que unge con sus dedos las dos moneditas que eran todo lo que tenía ese día para vivir. La unción de esa viuda para dar limosna pasa desapercibida a los ojos de todos, salvo a los de Jesús, que mira con bondad su pequeñez. Con ella el Señor puede cumplir en plenitud su misión de anunciar el evangelio a los pobres. Paradójicamente, la buena noticia de que existe gente así, la escuchan los discípulos. Ella, la mujer generosa, ni se enteró de que “había salido en el Evangelio” —es decir, que su gesto sería publicado en el Evangelio—: el alegre anuncio de que sus acciones “pesan” en el Reino y valen más que todas las riquezas del mundo, ella lo vive desde adentro, como tantas santas y santos “de la puerta de al lado”.
Los ciegos están representados por uno de los rostros más simpáticos del evangelio: el de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52), el mendigo ciego que recuperó la vista y, a partir de ahí, solo tuvo ojos para seguir a Jesús por el camino. ¡La unción de la mirada! Nuestra mirada, a la que los ojos de Jesús pueden devolver ese brillo que solo el amor gratuito puede dar, ese brillo que a diario nos lo roban las imágenes interesadas o banales con que nos atiborra el mundo.
Para nombrar a los oprimidos (tethrausmenous), Lucas usa una expresión que contiene la palabra “trauma”. Ella basta para evocar la Parábola, quizás la preferida de Lucas, la del Buen Samaritano que unge con aceite y venda las heridas (traumata: Lc 10,34) del hombre que había sido molido a palos y estaba tirado al costado del camino. ¡La unción de la carne herida de Cristo! En esa unción está el remedio para todos los traumas que dejan a personas, a familias y a pueblos enteros fuera de juego, como excluidos y sobrantes, al costado de la historia.
Los cautivos son los prisioneros de guerra (aichmalotos), los que eran llevados a punta de lanza (aichmé). Jesús usará la expresión al referirse a la cautividad y deportación de Jerusalén, su ciudad amada (Lc 21,24). Hoy las ciudades se cautivan no tanto a punta de lanza sino con los medios más sutiles de colonización ideológica. Solo la unción de la propia cultura, amasada con el trabajo y el arte de nuestros mayores, puede liberar a nuestras ciudades de estas nuevas esclavitudes.
Viniendo a nosotros, queridos hermanos sacerdotes, no tenemos que olvidar que nuestros modelos evangélicos son esta “gente”, esta multitud con estos rostros concretos, a los que la unción del Señor realza y vivifica. Ellos son los que completan y vuelven real la unción del Espíritu en nosotros, que hemos sido ungidos para ungir. Hemos sido tomados de en medio de ellos y sin temor nos podemos identificar con esta gente sencilla. Cada uno de nosotros tiene su propia historia. Un poco de memoria nos hará mucho bien. Ellos son imagen de nuestra alma e imagen de la Iglesia. Cada uno encarna el corazón único de nuestro pueblo.
Nosotros, sacerdotes, somos el pobre y quisiéramos tener el corazón de la viuda pobre cuando damos limosna y le tocamos la mano al mendigo y lo miramos a los ojos. Nosotros, sacerdotes, somos Bartimeo y cada mañana nos levantamos a rezar rogando: «Señor, que pueda ver» (Lc 18,41). Nosotros, sacerdotes somos, en algún punto de nuestro pecado, el herido molido a palos por los ladrones. Y queremos estar, los primeros, en las manos compasivas del Buen Samaritano, para poder luego compadecer con las nuestras a los demás.
Les confieso que cuando confirmo y ordeno me gusta esparcir bien el crisma en la frente y en las manos de los ungidos. Al ungir bien uno experimenta que allí se renueva la propia unción. Esto quiero decir: no somos repartidores de aceite en botella. Somos ungidos para ungir. Ungimos repartiéndonos a nosotros mismos, repartiendo nuestra vocación y nuestro corazón. Al ungir somos reungidos por la fe y el cariño de nuestro pueblo. Ungimos ensuciándonos las manos al tocar las heridas, los pecados y las angustias de la gente; ungimos perfumándonos las manos al tocar su fe, sus esperanzas, su fidelidad y la generosidad incondicional de su entrega que muchas personas ilustradas consideran como una superstición.
El que aprende a ungir y a bendecir se sana de la mezquindad, del abuso y de la crueldad.
Recemos, queridísimos hermanos, metiéndonos con Jesús en medio de nuestra gente, es el puesto más hermoso. El Padre renueve en nosotros la efusión de su Espíritu de santidad y haga que nos unamos para implorar su misericordia para el pueblo que nos fue confiado y para el mundo entero. Así la multitud de las gentes, reunidas en Cristo, puedan llegar a ser el único Pueblo fiel de Dios, que tendrá su plenitud en el Reino (cf. Plegaria de ordenación de presbíteros).
SANTA MISA CRISMAL – HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, Jueves Santo, 18 de abril de 2019
http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2019/documents/papa-francesco_20190418_omelia-crisma.html
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